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Crónica de un diciembre en estado de sitio

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Nervios de punta, aguinaldo escuálido (cuando hay), tráfico del demonio. Esto y más es la Navidad para los limeños.

El panetón, el pavo y el caos se dan la mano lejos de la verdadera Natividad de Jesucristo

Cuando el aguinaldo financia al choro y el Espíritu Santo cede ante el estrés del tráfico infernal

Por Mariano Arana Bazán
genebrardo_10@hotmail.com

El sol de mediodía cae sin compasión sobre la avenida Abancay, ese río de concreto y comercio salvaje, pero lo que realmente sofoca no es el bochorno, sino la masa. Una masa viscosa, sudorosa, enfebrecida por el consumo y la prisa. Es diciembre, amigo lector, ese mes en que el país se transforma en un simulacro delirante de prosperidad. La Navidad ha llegado, y con ella, esa extraña y perversa alquimia donde la promesa de redención y el espíritu de paz se baten a duelo, a cuchillo limpio, contra la cruda realidad del vivazo y el eterno desorden criollo.
Mire usted, la escena es digna de una novela: calles atascadas por un tráfico bíblico, desde el Jirón de la Unión hasta Gamarra, donde cada bocinazo es un grito de protesta existencial. En la esquina de Tacna, un policía de tránsito, sudando la gota gorda como un pavo en horno, gesticula como un director de orquesta que ha perdido la partitura, impotente ante la jauría metálica que se devora el asfalto. ¡Es el estrés decembrino!
El ciudadano, ese ser habitualmente resignado, se ha convertido en un neurótico de manual, impulsado por la fecha límite de comprar el regalo inútil y, sobre todo, por la expectativa del aguinaldo, ese puñado de billetes que parece quemar en el bolsillo y que lo convierte, automáticamente, en blanco móvil. ¡Una yegua de billete, lo llaman, que te hace blanco de un robo!
AGOSTO EN DICIEMBRE. Y es aquí donde entra la otra cara de la moneda, la que no cabe en la postal navideña. Los choros y cogoteros, como se les llama en este bajo mundo tan nuestro, han declarado su propia temporada alta. Es el «agosto» de la delincuencia. Mientras la señora de clase media se pelea por el último panetón de marca fina —ese ladrillo dulce que nos recuerda que somos peruanos—, y el olor a pavo horneándose empieza a filtrarse por las ventanas, los noticieros vomitan la misma letanía: raqueteros de motos lineales, el celular arrebatado con la velocidad de un rayo, el roche en cada paradero.
La inseguridad ciudadana no es una noticia; es el villancico de fondo. Para darle aún más dramatismo a la farsa: datos del INEI 2025 señalan que el 30% de los peruanos mayores de 15 años fueron víctimas de un hecho delictivo en los últimos seis meses; la mitad de esos robos ocurren en la calle, a plena luz del día, lo que prueba que la malicia no descansa. Y en las grandes ciudades, el temor es una estadística más: el 85% de los limeños mayores de edad sienten inseguridad en su barrio, incluso con las luces navideñas prendidas.
Este es nuestro sainete navideño: un contraste colorido, casi obsceno. Por un lado, la hipocresía azucarada de la fiesta, la iluminación de las galerías; por el otro, la ley de la jungla urbana, el correteo y la malicia que son el verdadero pulso de la calle. Es una bacanal de fe y cinismo.

El país, entonces, se parte entre el que cena opíparamente y el que mira desde el callejón, con un hambre que no se calma ni con el mejor pavo de granja. Y uno se pregunta, tomando un emoliente, sabiendo que los robos con violencia se han incrementado en un 12% a nivel nacional desde noviembre, según el mismo INEI: ¿Qué celebran estos peruanos en medio de tanto caos? La respuesta, quizás, es la más triste y la más sublime: la capacidad inagotable de seguir vivos, aunque sea a codazos y en medio de un tráfico de mierda.

“Un tráfico bíblico, desde el Jirón de la Unión hasta Gamarra, donde cada bocinazo es un grito de protesta existencial”.

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Millones y pico de pavos se consumirán en esta Navidad.

Se estima que los peruanos consumirán más de 33 millones de panetones en total, cifra mayor a la del año pasado.
El 31% del volumen total comprado durante la campaña navideña tuvo como destino ser un obsequio,