Todo empezó con una frase que hizo historia en el estacionamiento del Jockey Plaza. La mamá de mi amigo Andrés, con esa sonrisa venenosa que solo tienen las señoras pitucas, le dijo a mi madre:
Uy, Elena, qué gusto verte. Felicitaciones, no sabía que estabas embarazada. Te veo bien… repuestita.
” Mi mamá sonrió. Pero sus ojos… ah, sus ojos decían: “Si abro la boca, esta mujer va a aparecer en la página policial. Solo atinó a murmurar: “Gracias, pero no estoy embarazada.”
Fue la primera vez que vi a mi madre morderse la lengua con tanta fuerza que pensé que se iba a envenenar como una víbora. Ese día entendí que Andrés, mi amigo de toda la vida, acababa de perder su estatus. Su madre había sido oficialmente deportada al infierno de la lista negra familiar, junto con su abuela, su tía y probablemente hasta su conejo.
Como si eso no bastara, mi mamá llegó a casa y le lanzó a mi viejo la bomba nuclear de todas las preguntas: “¿Me veo gorda?”
En ese momento supe que cualquier respuesta era un suicidio lento y doloroso. Pero mi viejo, veterano de mil batallas conyugales, contestó con la sabiduría de Buda y la cobardía de un político:
“Tú lo que quieres es pelear, y yo no voy a caer en ese juego.”
Y se fue. El muy traidor me dejó solo en esa zona de guerra.
Acto seguido, sus ojos giraron hacia mí como los de Annabelle la muñeca diabólica. El terror me invadió. Era como si mi alma intentara huir por las orejas. “
¿Y tú? ¿Me ves gorda? ¿Parezco embarazada?” “No tengo idea, mamá. Acuérdate que tengo astigmatismo y me pediste que esperara hasta el próximo mes para ir al oftalmólogo porque ‘no era urgente’.”
Sobreviví. Salí invicto. Ese día supe que podía ser abogado. O diplomático. O testigo protegido en el programa de protección de víctimas.
A la mañana siguiente, mi mamá había reencarnado en una nutricionista con acceso a Google y la determinación de un dictador militar.
Desde hoy, solo comida saludable! Se acabó el pan con chicharrón, el arroz chaufa, la pasta y todo lo que hace que la vida valga la pena.
” Nos preparó un batido verde que mi cerebro confundió con salsa al pesto por la textura, pero que olía a jardín recién fumigado.
“Tiene espinaca, chía y jengibre”, anunció orgullosa.
Yo, en cambio, solo tenía náuseas y ganas de llamar a la línea de ayuda contra el maltrato.
El almuerzo fue una declaración de guerra: quinoa sin sal con tofu que sabía a cartón. Mi hermana, que cree que tiene la astucia de una criminal juvenil, se lo dio a la perra. La perra lo olió, la miró con decepción y se fue a dormir debajo de la mesa. Incluso los animales tienen dignidad.
Mi hermana fue castigada por “ensuciar el piso”. Yo, más precavido, escondí mi porción en una servilleta esperando el momento perfecto para deshacerme de la evidencia.
El hambre era real. Pensé en pedir delivery, pero mi instinto de supervivencia me recordó que debería seguir vivo.
Mi papá, solidario como siempre en tiempos de crisis familiar, se me acercó y susurró:
“Voy al cajero. ¿Vamos?” Terminamos comiendo pizza en el carro como fugitivos de la justicia nutricional.
“Come poco para que cenes en la casa, ¿estás loco?”
Dos minutos después, ya habíamos desaparecido media caja como si fuéramos refugiados de guerra.
Al tercer día, el mal humor se había apoderado de mi madre como una posesión demoníaca.
“Hoy toca sopa de apio”, anunció con la emoción de alguien que acababa de descubrir la cura para no engordar.
Esa noche, cuando las luces se apagaron, bajé sigilosamente y la encontré en la cocina, a oscuras. “Se me adelantó”, pensé, y estaba devorando un pan con mantequilla.
“Esto es integral”, murmuró, culpable y con la boca llena, como si eso justificara su traición al régimen alimentario.
El cuarto día fue el último. Al quinto, ya estaba buscando en internet fajas colombianas y pidiendo chaufa con extra sillao.
Y ahí entendí la gran verdad de mi casa: las dietas funcionan como los propósitos de Año Nuevo, las promesas electorales y los horarios del Metropolitano. Todos saben que van a fracasar, pero igual lo quieren creer. No se trata de ser flaca, sino de ser feliz con amigas que sepan cuándo cerrar la boca!