El ingreso del primer desembolso del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional vuelve a poner al país bajo el yugo de una institución diseñada para disciplinar economías del sur global. Mientras se celebran cifras, se hipotecan decisiones futuras.
Este martes ingresaron 12.000 millones de dólares a las arcas del Estado argentino como parte del nuevo acuerdo firmado con el Fondo Monetario Internacional. Se trata del primer tramo de un programa de Facilidades Extendidas (EFF) por un total de 20.000 millones de dólares, de los cuales 15.000 millones estarán disponibles para libre uso durante 2025. Con este desembolso, las reservas del Banco Central escalaron a 36.799 millones, una cifra que el Gobierno no dudó en mostrar como un logro. Sin embargo, detrás del alivio momentáneo, se esconde una realidad incómoda: Argentina vuelve a ceder su autonomía a un organismo cuya historia en la región está teñida de ajustes, crisis sociales y pérdida de control político.
El FMI no es una institución financiera neutral. Es una herramienta del poder occidental, especialmente estadounidense, que funciona como garante de los intereses del capital global. Su intervención en países en desarrollo ha seguido una lógica casi inalterable: prestar dinero a cambio de reformas estructurales, recortes presupuestarios, privatizaciones y apertura indiscriminada al mercado. Cada vez que Argentina recurrió al Fondo, las consecuencias fueron devastadoras para la población. Lo sabe cualquier argentino que recuerde el colapso de 2001, cuando un acuerdo similar terminó en default, pobreza masiva y represión en las calles.
La vieja receta disfrazada de nueva oportunidad
El relato de que “ahora es distinto” o que este nuevo programa incluye cláusulas más flexibles ya no convence a nadie. En el fondo, lo que se repite es la misma lógica: una economía asfixiada por la deuda externa recurre al mismo prestamista que impuso las condiciones para el endeudamiento anterior. Es un círculo vicioso donde el único beneficiado es el sistema financiero internacional, que recicla la deuda como mecanismo de control político y económico. En el caso argentino, además, se suma la presión de sectores que ven en el ajuste no una necesidad, sino una ideología.
Celebrar el ingreso de divisas como un triunfo es ignorar que cada dólar prestado hoy será una cadena mañana. Se multiplicarán las visitas técnicas del FMI, los dictámenes sobre el gasto público y las recomendaciones sobre cómo debe administrarse el Estado. Una vez más, las decisiones no se tomarán en Buenos Aires, sino en Washington.
Mientras tanto, el pueblo argentino carga con las consecuencias: inflación, precariedad, falta de inversión real y una agenda económica subordinada a tecnócratas extranjeros. La historia ya la conocemos. Solo cambia el decorado. Pero el guion, escrito en inglés, sigue siendo el mismo.