Del ‘mataperros’ a la ‘cortaúñas’: 25 años de decadencia parlamentaria
• Una crónica sobre los absurdos y abusos en un Legislativo que no representa a nadie
Por: Toto De La Torre Ugarte
Cuando los hechos superan la imaginación, el periodismo se convierte en crónica del absurdo. En el Perú, el Congreso parece empeñado en mantener ese género vivo. El último capítulo, protagonizado por la congresista Lucinda Vásquez, no tiene nada de político y mucho de farsa: un asesor suyo, funcionario del Estado, fue sorprendido cortándole las uñas de los pies en pleno horario laboral y con el agravante de tener como telón de fondo la bandera nacional. No es metáfora; es una fotografía. Una escena que revela con precisión quirúrgica la hondura de nuestra degradación institucional.
La imagen -difundida por el dominical Cuarto Poder- muestra a Edwar Rengifo Pezo, asesor de la legisladora, acreditado con carné del Congreso, inclinándose ante su jefa en el despacho 103 del edificio Santos Atahualpa. No redacta informes ni revisa proyectos de ley: sostiene el pie de la parlamentaria y, con un cortaúñas, cumple una orden impropia, humillante, casi feudal.
El exoficial mayor del Congreso, José Cevasco, calificó la escena de “grotesca”. Y lo es. Porque en esa pequeña ceremonia doméstica se condensa una noción primitiva del poder: la autoridad entendida no como servicio, sino como servidumbre ajena. Vásquez, en su defensa, la consideró una “venganza” o “manipulación”, pero el Parlamento abrió una investigación. La indignación pública fue inmediata; la ironía, inevitable. Qué tal raza.
Otros reportajes revelan que los asesores de Vásquez también preparaban desayunos en su casa o cumplían tareas domésticas durante la jornada laboral. Su nombre aparece, además, en denuncias por nepotismo y recorte de sueldos a colaboradores. El poder, una vez más, convertido en finca personal, y el Congreso, el peor de la historia según muchas voces, una institución incapaz de imponer límites claros a sus ‘otorongos’.
Del “mataperros” a la “cortaúñas”: la larga lista de escándalos. El caso Vásquez se inscribe en un patrón que ya tiene décadas, una historia de abusos y actitudes bochornosas que el país parece haber normalizado. Hace años, Miró Ruiz Delgado, exparlamentario del Partido Nacionalista Peruano, apodado “mataperros”, fue denunciado por haber asesinado al perro de su vecino. La noticia causó indignación, pero más allá de la condena moral, las sanciones fueron tibias y casi simbólicas. Este episodio, tan grotesco como innecesario, dejó claro que para algunos parlamentarios la vida -humana o animal- carece de peso frente a sus caprichos.
En otro escenario, José Anaya Oropeza, excongresista de UPP, conocido como “come pollo”, fue captado rindiendo boletas de restaurantes de pollos a la brasa como gastos operativos del Congreso. Lo que podría ser un simple desliz ético se convirtió en símbolo de la frivolidad y el mal uso de fondos públicos, en un Parlamento que parece transformar cada almuerzo en un gasto justificado por la burocracia legislativa.
Celia Anicama Ñáñez, excongresista de Gana Perú, apodada “robacables”, fue vinculada a irregularidades en la distribución de señales de televisión, aprovechando recursos oficiales para beneficio propio. La imagen de funcionarios legislativos apropiándose de lo que no les pertenece, de torcer las normas para favorecer intereses privados, se convirtió en un patrón que el Congreso tolera con desgana o, peor aún, con complicidad.
La excongresista de Fuerza Popular Leyla Chihuán Ramos, cuyo famoso “Estoy Chihuán” fue difundido en medios nacionales, puso en evidencia un tipo distinto de escándalo: la frivolidad y el desdén por la función pública. Sus palabras, supuestamente un lamento por no alcanzar un sueldo al ritmo de la vida que llevaba, terminaron siendo un símbolo de desconexión entre los parlamentarios y la realidad ciudadana. En la misma línea, María Agüero, actual congresista de Perú Libre, despertó críticas al declarar que “el sueldo de congresista no me alcanza”, una afirmación que no solo refleja arrogancia y desdén, sino también la extraña percepción de privilegio que muchos legisladores tienen sobre su labor: una posición que, en lugar de ser vista como un servicio, se percibe como insuficiente para satisfacer intereses personales.
Cada uno de estos casos, desde los más grotescos hasta los más sutiles, ilustra un patrón persistente: la impunidad, la frivolidad y la apropiación del cargo como botín personal. Son episodios distintos, pero todos hablan de la misma enfermedad institucional que corroe la esencia del Congreso.
Los “mochasueldos” 2.0: tradición y modernidad en la corrupción. Finalmente, el escándalo Vásquez se conecta con otro mal estructural: los “mochasueldos”. Congresistas que exigen a sus colaboradores devolver parte de su salario, pagado con fondos públicos, como condición para conservar el empleo. Según investigaciones periodísticas, al menos una docena de legisladores ha sido denunciada por esta práctica, pero apenas se han impuesto sanciones severas. El mismo Congreso reconoció gastar más de S/ 240 000 mensuales en trabajadores de legisladores imputados por estas prácticas. La diferencia entre los distintos escándalos es solo anecdótica; todos muestran la misma cultura de impunidad y abuso. Los “mochasueldos”, al igual que los apodos grotescos, se convierten en símbolos de un Parlamento que ha olvidado la función esencial de la política: el servicio público.
El Congreso peruano ha dejado de ser institución y se ha convertido en espectáculo. En ese escenario, los personajes cambian, pero el libreto permanece: prepotencia, mediocridad, desdén por la decencia. No es solo que un asesor le corte las uñas a una legisladora; es que la institución lo permite, normaliza abusos y recicla escándalos.
Cada caso -del “mataperros” de Miró Ruiz Delgado, a la “cortaúñas” de Lucinda Vásquez, del “come pollos” de José Anaya, al “roba cables” de Celia Anicama, del “Estoy Chihuán” de Leyla Chihuán, al “el sueldo no me alcanza” de María Agüero, y los “mochasueldos” de decenas de otros parlamentarios- es un capítulo de un mismo libro de corrupción y desdén. Mientras el Parlamento siga operando como feudo personal de sus miembros, la indignación ciudadana será la única fuerza que crezca, aunque no siempre se traduzca en cambios concretos.
Quizá el Perú ya no se escandaliza porque, en el fondo, ha aprendido a esperar lo peor de quienes debieran representarlo. Y así no juega Perú.
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«Rechazo categóricamente cualquier intento de manipulación a través del uso indebido de información que busque distorsionar mi labor parlamentaria”.
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67
años tiene Lucinda Vásquez que llegó con el lápiz.
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• Un legislador en Perú gana aproximadamente S/ 23,217 al mes por concepto de sueldo base más asignaciones por función congresal. A esto se le suman otros S/ 2,800 por semana de representación.
• El sueldo base de un ‘padre de la patria’ es de S/15,600, a lo que se añade una asignación por función congresal de S/ 7,617, sumando S/ 23,217. En el próximo parlamento bicameral quieren ganar S/ 42,000.



