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MINCUL: El búnker del ministro Fabricio Valencia

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Se pagó más de 30 mil soles por una puerta que solo se abre por dentro. La instalación ocurrió días antes del escándalo de su presunta relación con Shirley Hopkins.

En el Perú, donde los artistas trabajan entre la precariedad y la indiferencia estatal, donde los museos languidecen y el patrimonio se erosiona ante la inacción, el Ministerio de Cultura ha decidido invertir más de 30 mil soles del erario en una puerta de vidrio templado con sistema digital de seguridad. ¿El objetivo? Blindar el despacho del ministro Fabricio Valencia Gibaja en el octavo piso de la sede central del MINCUL. No se trata solo de una obra innecesaria: es un gesto simbólico de una gestión encerrada en sus propios privilegios.

La orden de compra N.º 0000225, emitida el 2 de junio de 2025, especifica la adquisición de una mampara, puertas de vidrio templado, cerradura digital y un archivador de melamina. Hasta allí, podría parecer una simple renovación de oficina. Pero fuentes internas han confirmado que, además del equipo de seguridad, en dicho despacho también se ha instalado una cama. Todo apunta a que el ministro no solo busca seguridad, sino aislamiento, privacidad absoluta. La puerta solo se abre desde dentro.

Este gasto resulta escandaloso no solo por su monto —equivalente a treinta sueldos mínimos—, sino por su significado político: encierro, opacidad, exclusividad. La cultura oficial se encierra mientras la cultura viva, la que se crea en barrios, calles y provincias, agoniza sin respaldo. El ministro ha convertido su oficina pública en un espacio casi inaccesible, como si se tratara de una bóveda o un refugio secreto. Y lo ha hecho, además, en el momento más inoportuno.

La instalación de la puerta coincidió, de forma nada inocente, con el estallido del escándalo de Shirley Hopkins, una mujer vinculada sentimentalmente al ministro y beneficiaria de contratos públicos a pesar de no contar con título profesional. La sospecha es legítima: ¿se blindó el despacho para ocultar una relación impropia o para dificultar el acceso de testigos a situaciones irregulares? ¿Por qué una cama? ¿Por qué una cerradura que solo responde desde el interior?

La falta de transparencia se vuelve aquí más que una omisión: se convierte en escenografía del abuso de poder. Mientras se niega presupuesto a proyectos culturales independientes con el pretexto de la austeridad, el ministro se construye una fortaleza. La metáfora es evidente: se aísla quien teme rendir cuentas. Se encierra quien tiene algo que esconder.

El sarcasmo ya circula entre los propios trabajadores del Ministerio, que ironizan preguntándose quién está más templado: el vidrio o el ministro. La imagen resume el sentir general: incredulidad, burla y hartazgo. Porque los gestos no son inocentes. Una puerta que no se abre desde fuera transmite miedo, no liderazgo. Una cama en un despacho ministerial no sugiere descanso, sino decadencia institucional.

Fabricio Valencia no solo ha cometido un acto cuestionable de gasto público, ha violentado la ética de la función pública. Sus decisiones no reflejan una política cultural orientada al bien común, sino una lógica de confort personal y secretismo. Esta no es la primera controversia de su gestión: también carga con el cuestionado recorte al polígono de protección de las Líneas de Nasca. Por eso, su caso no es anecdótico, sino sintomático de un mal mayor.

El ministro debe dar explicaciones, comparecer ante el Congreso y asumir las consecuencias de sus actos. La cultura no es una excusa para encubrir privilegios ni una coartada para la comodidad. Es, por el contrario, un acto público, un compromiso con la memoria, la transparencia y la verdad. Fabricio Valencia ha fallado en ese compromiso. Y cuando el símbolo de su despacho es una puerta que nadie puede abrir, queda claro que su gestión no busca proteger la cultura, sino protegerse de ella.