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El Congreso como botín. La verdad de la milanesa a propósito de la cámara del Parlamento en mitin de Keiko Fujimori

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Naranjas han tratado de dorar la píldora y la pregunta del millón es: ¿Qué pasaría si llegan a ser gobierno?

Hay escenas que, aunque parezcan pequeñas, resumen de manera brutal la condición política de un país. Hace unos días, una cámara perteneciente al Congreso de la República —es decir, a todos los peruanos— fue utilizada en un mitin partidario de Keiko Fujimori. Lo que en cualquier democracia madura habría provocado renuncias, investigaciones y vergüenza pública, en el Perú apenas generó murmullos, evasivas y un silencio cuidadosamente administrado.

Si el mismo error lo hubiera cometido una bancada de izquierda, o incluso una de centro, los indignados voceros del fujimorismo ya estarían clamando por sanciones ejemplares, discursos encendidos, portadas enérgicas. Pero cuando el dedo apunta hacia ellos, el silencio se vuelve estrategia y la desmemoria, coartada. Esa es, desde hace treinta años, la verdadera escuela política naranja: una práctica constante de impunidad adornada con el discurso de la moral y el orden.

No se trata solo de un abuso administrativo; es una forma de pensar el poder. El fujimorismo —ese movimiento que dice haber aprendido del pasado— repite, con inquietante fidelidad, los reflejos del régimen que lo engendró. Desde los años noventa, la frontera entre el Estado y el partido, entre lo público y lo privado, fue borrada por un caudillo que confundió la patria con su propiedad y las instituciones con su voluntad. Hoy, sus herederos no hacen sino mantener viva esa pedagogía del abuso, esa convicción de que el poder se ejerce como botín y no como servicio.

El Congreso, en manos de esa bancada, se ha convertido en una prolongación del partido. Sus comisiones se utilizan para proteger aliados, sus recursos para sostener causas políticas, sus discursos para justificar lo injustificable. ¿Para eso querían la Presidencia del Congreso? Para disponer de los bienes del Estado como quien dispone del refrigerador de su casa. Y mientras tanto, el país —el verdadero país, el de las escuelas sin techos, los hospitales sin medicinas y los barrios sin agua— observa atónito cómo sus representantes viven de la política sin vivir para ella.

¿ERROR LOGÍSTICO?

A veces pienso que el Perú está condenado a repetir su historia porque se niega a entenderla. Fujimori padre dinamitó la institucionalidad con la excusa de la eficiencia; sus seguidores, en el siglo XXI, perpetúan el método bajo la máscara de la legalidad. Lo hacen con sonrisa burocrática y comunicados pulcros, pero el fondo es el mismo: la idea de que el Estado les pertenece.

No, no es un simple “error logístico”, como han querido presentarlo. Es la confirmación de una forma de ejercer el poder sin pudor, sin límites. Y cuando la política se divorcia de la moral, el país se desliza, sin darse cuenta, hacia la barbarie del cinismo.

Quizá algún día entendamos que el verdadero progreso de una nación no se mide por los megaproyectos, ni por los slogans, ni por los discursos inflamados de patriotismo barato. Se mide por algo más sencillo y más difícil: la capacidad de avergonzarse si incurrimos en una falta o delito.

Y esa, lamentablemente, parece ser la virtud que más nos falta.

(Sumilla)

“¿Para eso querían la Presidencia del Congreso? Para disponer de los bienes del Estado como quien dispone del refrigerador de su casa”.

30 de octubre oficializó su cuarta tentativa de poder.