Vizcarra: el hombre que engañó a un país entero
Publicado el 18/08/2025
El hombre que prometió limpiar la política peruana hoy debe barrer la celda que le asignaron en prisión preventiva, y la ironía es tan grande que resulta hasta poética: el presidente que se presentó como el adalid de la lucha anticorrupción, el “salvador” que destituyó a un Congreso entero, ahora pasará cinco meses encerrado mientras la justicia decide si su discurso fue solo una farsa de marketing. Vizcarra se había vendido como el rostro decente de la política nacional, un outsider con saco prestado, pero detrás de la careta lo que había era lo mismo de siempre: un caudillo narcisista que supo aprovechar el hartazgo ciudadano para inflar su popularidad y que hoy enfrenta el desenlace inevitable del político peruano promedio, pasar del aplauso al desprecio y del Palacio a la cárcel.

No hay que olvidar que Vizcarra alcanzó niveles de aprobación cercanos al 80% en 2019, cifras que cualquier presidente de la región habría envidiado, y lo hizo sin grandes reformas ni políticas transformadoras, sino con un espectáculo mediático de confrontación con el Congreso, presentándose como el padre severo que se enfrentaba a los niños desobedientes de la clase política. Ese rol de figura paterna —tan buscado en un país marcado por la orfandad simbólica— lo catapultó ante una población que no quería escuchar planes de desarrollo, sino ver al presidente enfrentarse a los corruptos en horario estelar. Así nació el mito del “lagarto honesto”, que supo incluso conectar con la llamada Generación del Bicentenario, que marchaba contra el Congreso mientras él recogía los frutos de esa indignación, a pesar de no haber hecho nada por reformar las raíces de un sistema podrido.
Pero toda obra de teatro tiene su telón final, y en el caso de Vizcarra la caída fue tan aparatosa como su ascenso. Primero vino el escándalo de Richard Swing, un capítulo tragicómico que evidenció cómo el discurso de lucha anticorrupción podía convivir tranquilamente con contratos absurdos entregados por favores políticos y amistades grotescas. Luego explotó el Vacunagate, ese episodio vergonzoso en el que el propio presidente, junto a su esposa y su hermano, recibieron dosis escondidas mientras el resto del país se jugaba la vida, un acto de privilegio que destruyó lo poco que quedaba de su aura moral. Y por si todo eso fuera poco, la Fiscalía terminó revelando presuntos sobornos vinculados a obras públicas en Moquegua, con licitaciones sospechosas que superan los mil millones de soles en contratos investigados, manchando su gestión regional y mostrando que su “honestidad” tenía precio y postor.
La prisión preventiva dictada esta semana, por un plazo de cinco meses, no es entonces un accidente aislado sino la consecuencia natural de un político que jugó a ser incorruptible mientras acumulaba denuncias. El juez ha señalado riesgo de fuga y obstrucción, y aunque muchos de sus seguidores aún creen en su inocencia, la verdad es que la imagen del presidente que se paseaba sonriente en TikTok ahora se enfrenta al eco de las rejas. Vizcarra, que llegó a ser la figura más popular de la región andina, se convierte en un número más de esa estadística que avergüenza: seis de los últimos siete presidentes del Perú han sido investigados, procesados o encarcelados por corrupción. En ningún otro país democrático la presidencia es casi una condena previa, aquí la banda presidencial se parece más a un boleto de entrada a la cárcel que a un honor republicano.
Lo más desconcertante, sin embargo, es que todavía alrededor del 20% de los peruanos lo consideran el mejor presidente reciente, según encuestas de Ipsos y Datum, un dato que revela la dimensión de nuestro problema colectivo. No es solo Vizcarra, ni solo Toledo, Humala, Fujimori o Castillo: es una sociedad que repite el mismo ciclo enfermizo porque necesita creer en caudillos redentores. El peruano promedio, marcado por una ausencia de autoridad real en la vida cotidiana, busca un padre simbólico que lo guíe, aunque sea un padre corrupto, mediocre o directamente criminal. Por eso aceptamos a Vizcarra como al “héroe anticorrupción”, del mismo modo en que antes abrazamos a otros salvadores de ocasión. El resultado es siempre idéntico: nos indignamos tarde, y cuando los líderes caen, fingimos sorpresa, como si no supiéramos desde el inicio que el desenlace estaba escrito.
Vizcarra no es la excepción sino la regla. Su caso es la confirmación de que en el Perú el poder político es entendido como botín, que el discurso anticorrupción se usa como trampolín y que la ciudadanía prefiere la ilusión antes que la verdad incómoda. Su encarcelamiento preventivo debería ser un punto de inflexión, una oportunidad para preguntarnos por qué seguimos tropezando con el mismo lagarto, pero es probable que no pase de ser una anécdota más en la larga lista de presidentes caídos. El verdadero problema no es que Vizcarra esté tras las rejas, sino que millones de peruanos ya buscan al próximo caudillo en quien depositar su fe, convencidos de que la solución está en otro salvador mágico y no en reconstruir las instituciones.Así, mientras Vizcarra se acomoda en su celda y la prensa se deleita con el espectáculo, el país sigue sin resolver su drama histórico: no hemos aprendido a desconfiar de los líderes que prometen pureza en un sistema diseñado para corromperlos. El lagarto podrá estar cinco meses en prisión preventiva, pero lo verdaderamente trágico es que la selva de la política peruana sigue llena de reptiles esperando su turno, listos para disfrazarse de salvadores y repetir el ciclo eterno de un país que nunca aprende.