Serranos seremos, pero no menos que nadie: El Complejo de Inferioridad de la Derecha e Izquierda
Publicado el 28/09/2025
En el Perú todo el mundo viaja apretado, sudado y punteado en el mismo bus, pero aun así algunos sienten la necesidad de mirar al de al lado con desprecio, como si llevaran corona invisible. Hace unos días, una mujer en el Metropolitano se volvió viral gritando con la furia de Doña Florinda que “serranos serán y serranos morirán”, convencida de que su tono de piel un poco más claro o un iPhone de segunda comprado en Facebook Market la convertían en limeña de alcurnia. Lo irónico es que la señora estaba igual de apretada, igual de miserable que todos, pero necesitaba diferenciarse para no enfrentarse a su propia mediocridad. Ese episodio, más que un chiste cruel de la vida diaria, retrata el núcleo del complejo de inferioridad peruano, encapsulado en una sola frase que parece broma pero es tragedia: mejorar la raza.

Porque mejorar la raza no es solo aclarar el color de piel, es toda una mentalidad. Está en las tramas eternas de las telenovelas donde el pitucón se enamora del conero, está en los sketches de “Hablando Huevadas” donde la gracia consiste en reírse del marroncito para aplaudir al gringo de la primera fila, está en los realities donde la belleza parece medirse en tonos Pantone de piel. La historia también lo explica: como señala Flores Galindo, en el Virreinato la sierra tenía peso económico y político, incluso nobleza indígena reconocida, pero la República liquidó esos títulos y transfirió todo el poder a los criollos limeños. Con el boom del guano, Lima se modernizó y la sierra quedó marcada como atraso, lo indígena se convirtió en sinónimo de barbarie y desde entonces la palabra serrano dejó de significar geografía para convertirse en insulto. Y, como explica Danilo Martuccelli, serrano o cholo no son esencias biológicas sino posiciones sociales, disfraces que usamos para sentirnos un escalón más arriba, aunque todos sigamos metidos en el mismo hueco. Por eso el serraneo es como perros callejeros peleándose por el mismo tacho de basura, convencidos de que el del vecino huele mejor.
El ciclo se repite con precisión matemática: la mujer que insulta en el bus es insultada en redes con frases como “cara de huaco” o “tremenda alpaca”, indignados que responden con el mismo serraneo que condenan. Es el síndrome de Doña Florinda, que vive en la misma vecindad de la chusma, toma el mismo café con gorgojos y seca la ropa en el mismo patio, pero necesita sentirse distinta. En el Perú solo aceptamos la discriminación si viene con ojos azules y pasaporte europeo, como si el insulto rubio tuviera más valor que el insulto marrón. Y mientras tanto, en Asia, los japoneses, chinos y coreanos, lejos de victimizarse, se convencieron de que eran superiores y se dedicaron a demostrarlo con industria, ciencia y tecnología. La diferencia está en la mentalidad: mientras acá gritamos “serrano” en un microbús, allá se obsesionaron con ser potencia.
La izquierda caviar ha hecho de este complejo su negocio. Curwen es su mejor exponente, un profeta del victimismo con megáfono que grita “eres marrón, nunca serás aceptado” a un público que bosteza o revisa Tinder. Es lo que Nietzsche llamaría la moral del esclavo: definirse siempre por el resentimiento, por la condición de víctima, por odiar al que está arriba en lugar de superarlo. El problema es que ese discurso no rompe el complejo, lo reafirma. Mientras la señora del bus dice “serranos morirán”, Curwen responde “sí pues, serranos seremos siempre”. Uno lo dice con desprecio, el otro con resignación, pero los dos parten de la misma inferioridad. Y lo más irónico es que esos intelectuales de izquierda que sermonean sobre epistemologías del sur y filosofías andinas se deshacen en alabanzas a Foucault, Derrida o Butler, todos europeos, todos blancos y, en el caso de Foucault, con hobbies en Túnez que no eran precisamente turísticos. Su rebeldía no es más que cosplay académico de colonialismo cultural.
La derecha peruana, por su parte, no se victimiza: se arrodilla. Mientras la izquierda serranea con odio, la derecha lo hace con servilismo. La Municipalidad de Lima organizando homenajes a Charlie Kirk, un gringo que jamás pisó el Perú, es prueba suficiente. Para ellos, todo lo que huela a Chicago Boys, a Atlas Foundation o a fundaciones alemanas es verdad revelada. Es el síndrome del peruano wannabe de “pitucón”, el que solo repite panfletariamente una visión absolutista del libre mercado bajo el concilio de Washington, como si con solo eso bastara para desarrollar un país, lo hace convencido de que el servilismo le da estatus. Y en ese espejo se refleja la misma lógica que critican: la obsesión con mejorar la raza copiando al ajeno.
Lo que ni la izquierda llorona ni la derecha servil se atreven a decir es que los peruanos no somos menos que nadie. Que con escuelas sin techo y profesores mal pagados, aun así nuestros niños ganan Olimpiadas Internacionales de Matemáticas, llevándose medallas en Astana o Toronto mientras desayunan pan con agua de caño y sobreviven a la anemia. Que en los rankings de IQ del 2025 salimos por encima de toda Latinoamérica. Que a pesar de un Estado inútil, seguimos demostrando talento puro. Y sí, incluso las wawitas que sueñan con casarse con un gringo feo deberían entender que no necesitamos aprobación extranjera para ser grandes, que no tenemos que mejorar la raza, sino superarla. Lo hicieron Japón y China, convencidos de que eran mejores, y no pidiendo validación, sino conquistando respeto con hechos. Ese es el único camino para dejar de ser un país donde todos viajan en el mismo bus pero todavía se sienten con derecho de gritar “serrano”.