Redes sangrientas

Publicado el 22/08/2025

Las encuestadoras no lo vieron venir. No podían verlo. El triunfo de Rodrigo Paz Pereira no se entendería sin su compañero de fórmula presidencial, el capitán Lara. Esta dupla, que acaba de pasar a segunda vuelta en el primer lugar, es la evidencia más brutal de que el viejo sistema de control electoral se ha resquebrajado. Las élites, dueñas de las encuestas, fabricaron candidatos, manipularon cifras, blindaron a sus favoritos, pero algo se les escapó de las manos: el deseo digital. No midieron -ni podían medir- la dopamina política que recorría las redes, el nuevo ágora donde el ciudadano ya no escucha noticieros, sino a sus propios grupos, algoritmos y pantallas.

Lara y Paz no ganaron porque lo ‘planearon’: ganaron porque los convirtieron en símbolo y porque no hubo mezquindad, soberbia ni egos estúpidos de políticos cavernícolas. Su narrativa y dupla explotaron la grieta más honda del sistema: un perseguido, humillado, encarcelado por denunciar la corrupción del gobierno de turno y un hombre de experiencia. Un joven y un experimentado. El sistema podrido los quiso borrar, y ese intento los transformó en bandera. No estaban solo en mítines tradicionales; estaban en todos los teléfonos. En la mano de cada joven, en la mirada cansada del trabajador, en la rabia acumulada de una sociedad harta de políticos mezquinos, angurrientos y sangrientos. La neurociencia lo explica: dopamina, luz, movimiento, inmediatez. Cada reel, cada historia, cada video, cada directo. Lara y Paz reprogramaron el inconsciente colectivo.

Las redes sociales no informan: estimulan. No convencen: activan. Y mientras Bolivia vive esta mutación política, en Perú, los dueños de las encuestas siguen creyendo que pueden manufacturar presidentes con pantallazos. Apuestan a la vieja fórmula: inflar nombres, fabricar candidatos de cartón, simular tendencias. Pero el electorado peruano está en otro lugar. No está en la televisión: está en el feed (muro). No está en las encuestas: está en los algoritmos.

Por eso Rafael López Aliaga llegó rápido a su techo: su narrativa desgastada se estrelló contra la velocidad del ecosistema digital. No hay dopamina que dure tanto. Phillip Butters desapareció: gritó más que nadie, pero en redes, el ruido sin empatía muere rápido. Carlos Álvarez desapareció: su humor, antes ‘entretenido’, hoy suena falso. Las élites derechistas, acostumbradas a mover fichas a su antojo, están fracturadas y, por primera vez, no controlan el tablero.

En ese vacío nace el espacio más espectacular y peligroso: el de la rebeldía antisistema. Pero aquí está la clave: no bastará con discursos; importará el cuerpo, el símbolo, la piel del candidato. No funcionará un abogado tecnócrata, ni un economista de planillas, ni un empresario disfrazado de outsider, ni un militar con medallas. El Perú no busca currículums: busca un rostro que sea signo. Quien encarne rabia, esperanza y posibilidad real de cambio, sin pertenecer al sistema, será quien capture la dopamina política.

Paz y Lara lo entendieron sin saberlo: no se trató de ideología, sino de percepción. No fue discurso, sino interacción. No fue encuestas, sino comunidad emocional. La victoria se tejió en un ecosistema donde todos sienten que son parte de algo más grande. Ese es el verdadero reto en Perú: hackear la mente colectiva antes que el sistema la neutralice.

Las próximas elecciones no serán una contienda de programas ni de partidos: serán una guerra de algoritmos contra encuestadoras. Y esa guerra la vieja política ya la está perdiendo. Quien crea que puede fabricar candidatos desde sets de televisión y cafés de San Isidro está condenado al fracaso. El ciudadano cambió de templo. El ágora ahora es digital.

Si algo demostró el capitán Lara y Rodrigo Paz  es que el poder ya no pasa por ministerios, sino por pantallas. La política dejó de ser acto de plaza pública para convertirse en experiencia íntima, inmediata, adictiva. Y en Perú, la rabia ya está encendida, pero la esperanza aún ‘no tiene rostro’. ¿O sí lo tiene y es, acaso, el verdadero outsider, aquel que precisamente sabe que no puede- ni debe- ser detectado?

Tal vez, alguien cuya sola condición espiritual lo coloque fuera del barro de la política tradicional pueda encarnar lo que viene.

Un símbolo que hable sin gritar, que conecte sin imponer, que sane mientras incendia, que lleve la fuerza de los pobres y la dignidad de los que han sido olvidados.

Cuando ese rostro ‘aparezca’ o se ‘revele’, será imparable.

Y entonces, será demasiado tarde para el sistema.

El futuro es hoy y nos pertenece. Quieren volver a robárnoslo, pero esta vez no lo vamos a permitir.