Perú, campeón del Chicharrón y colista del desarrollo

Publicado el 31/08/2025

En un planeta donde los presidentes deberían estar preocupados por la economía, la inseguridad o la migración de sus jóvenes, el de Ecuador decidió jugar a influencer y meterse a defender el bolón de verde en un torneo de desayunos en TikTok organizado por Ibai Llanos, porque claro, nada más urgente que asegurar que una bola de plátano frita sea reconocida como símbolo patrio. En paralelo, en el Perú convertimos al pan con chicharrón en la última línea de defensa nacional, como si el destino de la república dependiera de un botón de “me gusta” en la pantalla de un celular, y millones de compatriotas votaron con más disciplina que en cualquier elección presidencial, y yo como buen peruanito de a pie hice lo mismo.

Y ahí está la paradoja: nos reímos de lo absurdo, lo sabemos frágil, pero igual nos emocionamos, porque en el fondo el chauvinismo gastronómico es el único chauvinismo que todavía sabe rico. Lo tragicómico es que esa euforia virtual se celebra como si hubiésemos derrotado la desnutrición infantil, cuando en la vida real seguimos siendo el país donde 4 de cada 10 niños menores de tres años sufren anemia, donde 7 de cada 10 egresados universitarios no logran trabajar en lo que estudiaron, y donde arrastramos un déficit de más de 300 mil técnicos calificados que nos impide industrializarnos de verdad. En resumen: campeones del desayuno, colistas del desarrollo.

Nuestra gastronomía es la mejor de Hispanoamérica —y lo digo sin ironía, aunque con el inevitable orgullo cínico de quien sabe que esa medalla no basta—, pero el problema empieza cuando creemos que el reconocimiento en TikTok sustituye lo que no tenemos en la realidad. Mientras en Japón la autoestima nacional se sostiene en trenes bala y robots, la nuestra depende de que un streamer español diga “qué rico el pan con chicharrón”. Puede sonar gracioso, pero es un espejo incómodo.

Porque claro, si alguien en México dice que su mole es mejor, se arma la tercera guerra digital; si en Ecuador defienden su bolón, activamos brigadas gastronómicas como si hubiesen invadido Tumbes; y si un youtuber gringo opina mal del ceviche, se le trata peor que a un presidente corrupto. Ese es el cinismo compartido: sabemos que es absurdo, pero lo disfrutamos igual, como el meme de “Perú inventó todo”, que nos hace reír porque sabemos que es mentira, pero también nos reconforta porque algo de verdad hay en que nuestra tierra parió papas, ajíes, tomates y hasta el cacao. En cualquier momento alguien dirá que Spider-Man también es peruano porque se balancea en cables de luz como en Lima, y habrá quienes lo repitan con orgullo solemne.

El problema no es emocionarse, sino quedarse allí. Nuestra peruanidad seguirá siendo frágil mientras no entendamos que no basta con tener la mejor comida: necesitamos la mejor educación, los mejores técnicos, la mejor industria. Si no lo hacemos, el chicharrón seguirá siendo nuestro Waterloo digital: glorioso en TikTok, irrelevante en el mundo real.

Este chauvinismo convive con la resignación cotidiana: aceptamos pagar alquileres absurdos por minidepartamentos inhumanos, soportamos el tráfico más infernal del planeta, normalizamos que la corrupción se coma la mitad del presupuesto público, y aun así encontramos energías para votar diez veces por un pan con chancho, como si ahí se jugara nuestro destino. El peruano se resigna a que su hijo tenga anemia, pero no a que su desayuno pierda un concurso; acepta que su carrera no le dé empleo, pero no que el bolón de verde lo supere en likes; tolera la precariedad de un país estancado, pero no tolera que alguien diga que su plato no es el mejor del mundo. Esa es la paradoja de la peruanidad frágil: leones en TikTok, corderos en la vida real.

Podemos reírnos, sí, y hasta brindar con un café orgullosos de nuestro desayuno campeón, pero conviene recordar que mientras gritamos “Perú es potencia gastronómica”, seguimos siendo colonia económica, exportando minerales en bruto y comprando celulares importados, con millones de jóvenes atrapados en empleos precarios. La ironía es que, aunque nos encante creer que ganamos en todo, el único campeonato que realmente necesitamos es el del desarrollo, y ese se juega con industria, técnica y soberanía, no con votos en redes sociales. La cocina, por sí sola, no basta, pero sí puede ser un punto de partida: si lográramos convertir la diversidad agrícola que hoy solo usamos para presumir en un verdadero motor agroindustrial, con cadenas de valor que exporten no solo platos sino ciencia y tecnología, entonces sí podríamos decir que la gloria del pan con chicharrón no fue solo un meme pasajero, sino la metáfora de un país que aprendió a transformar orgullo en poder real- ergo que Perú se volvió verdaderamente Clave. 

Hasta entonces, seguiremos siendo esa república del chicharrón que confunde humo con gloria, potencia en memes pero irrelevante en la realidad, aunque al menos —y esto lo digo sin sarcasmo— podemos consolarnos sabiendo que nadie nos quita el título de tener la mejor mesa de Hispanoamérica, la cual, si supiéramos aprovecharla, podría ser también el aperitivo de algo más grande: un Perú clave en el mundo, respetado no solo por sus platos, sino por su capacidad de construir un futuro digno.