Pelota
Publicado el 13/08/2025
En el Perú hay apellidos que no se pronuncian con orgullo, sino con el peso muerto de la vergüenza. Apellidos que no abren puertas, sino que apestan a mafia, a negocio sucio, a horror político. Hay quienes cargan esa mochila como si fuera un trofeo, creyendo que el apellido les da derecho a mandar, a controlar, a imponer su voluntad sobre un partido que no les pertenece. En realidad, esa mochila no contiene historia ni grandeza: está llena de favores oscuros, de silencios comprados y de una ambición tan mezquina como predecible.

Siempre se ha dicho —y en el Perú se confirma con una exactitud casi científica— que muchos de los que “fundan” un partido no buscan construir la herramienta de lucha del pueblo, sino levantar un corral privado, un club donde sólo ellos juegan y donde el resto está para aplaudir. No quieren un partido de la militancia, sino un escenario para sus monólogos, un feudo para su ego.
Se presentan como académicos, pero sus libros no nacen de su pensamiento: son manufacturas ajenas, escritas por editoriales a sueldo, como disfraces de intelectualidad para quien no tiene la pluma ni la lucidez. Son sosos como pan viejo, lerdos para entender el país, cavernícolas en sus métodos, lentos como expediente olvidado, apagados como poste sin luz. Su política es fósil, su discurso es gris, su presencia es un bostezo.
Son tan predecibles que su mirada los delata antes de hablar: cálculo sobre causa, conveniencia sobre compromiso. Mueven los labios diciendo “pueblo”, pero piensan “yo”. Estrechan manos para la foto, pero evitan la mirada directa. Se llaman “líderes” cuando en realidad no soportan que otros piensen, que otros manden, que otros respiren en política.
No entienden a la juventud ni podrían aunque lo intentaran: el mundo digital les es un planeta extraño. No saben moverse en redes, no entienden un podcast, creen que una plataforma virtual es un invento pasajero. Viven desconectados de la gente que decide el futuro, atrapados en la política de papel, del sello y del trámite, incapaces de hablar el lenguaje de quienes ya no creen en caudillos oxidados.

Y cuando descubren que el poder real no está en sus manos, sino en las bases, en la militancia, en los delegados, en el CEN —sí, C-E-N, Comité Ejecutivo Nacional—, se les rompe el espejo de vanidad. Llega entonces el berrinche: al estilo de Kiko cuando perdía, amenazan con llevarse la pelota. Pero no contentos con el drama, exigen que se les devuelva hasta el último sol que, según ellos, “invirtieron”, como si el esfuerzo colectivo fuera propiedad privada, como si la dignidad de un pueblo tuviera código de barras.
Ese tipo de personajes nunca entiende —y probablemente nunca podrá entender— que la política no es su hacienda, que la militancia no es su servidumbre, que la dignidad no es su mercancía. Aferrados a una pelota que ya no les pertenece, se retiran creyendo que sin ellos no hay partido… sin darse cuenta de que, en cuanto cierren la puerta, el verdadero partido recién empieza.

Porque el ego de un hombre hueco nunca llena el vacío que deja su ineptitud.El futuro es hoy, y pertenece a los jóvenes.