¡La verdadera igualdad no se regala! Se construye desde la escuela
Publicado el 13/04/2025
A lo largo de su historia, el Estado peruano ha invertido más en minerales, vicuñas y árboles que en su gente. No lo dice una metáfora, sino nuestro el escudo nacional. La educación nunca fue el centro del proyecto republicano, y eso explica mucho de nuestra fragilidad como país. Mientras otras naciones apostaron por formar capital humano, aquí seguimos creyendo que lo más importante es lo que se extrae de la tierra, no lo que se cultiva en las aulas.
En los últimos años se ha extendido un discurso que busca “democratizar” el acceso a la educación superior, con la intención de “reducir desigualdades”. Pero democratizar no es lo mismo que masificar. La verdadera equidad no se logra bajando la exigencia, sino equiparando el punto de partida. Mientras no se garantice una educación escolar de calidad, cualquier intento por facilitar el ingreso a la universidad será solo una ilusión de justicia social.
La mayoría de los jóvenes peruanos no fracasan en la universidad, fracasan antes… En escuelas donde faltan sillas, libros, luz, conectividad y, a menudo, una buena alimentación. En esas condiciones, el estudiante ya está condenado al fracaso desde antes de competir. Por eso, la raíz del problema está en la escuela pública: una educación de baja calidad no se corrige con accesos más fáciles, sino con verdaderas reformas estructurales.
Desde la reforma magisterial del 2012, el país ha hecho esfuerzos por dignificar la carrera docente, mejorando sus sueldos según mérito. Se avanzó, pero no lo suficiente. Actualmente el sector educación recibe el mayor presupuesto público —alrededor del 19% del total—, pero el Perú sigue sin alcanzar la meta del 6% del PBI, y el problema no es sólo técnico: es estructural. El Estado no recauda lo suficiente: más del 70% de la economía es informal. Sin recursos sostenibles, no hay política educativa ambiciosa que se sostenga.
Frente a esa limitación, la estrategia debería ser clara: invertir con inteligencia en tres frentes prioritarios. Primero, en la nutrición y el desarrollo temprano, para evitar que la anemia condene a los niños a un menor rendimiento cognitivo. Segundo, en la formación de docentes altamente calificados, con estándares exigentes y sueldos que reflejan la importancia de su trabajo. Y tercero, en identificar y potenciar a los estudiantes más talentosos, ofreciéndoles acceso a una educación de alta calidad, como ya lo hacen los Colegios de Alto Rendimiento (COAR), aunque ahora debemos hacerlo a gran escala nacional.
Aquí es donde entra el otro gran tema olvidado: la educación técnica. Mientras que de cada 10 empleos que demanda el sector privado, 8 son para técnicos; solo 3 de cada 10 jóvenes estudian en institutos. En cambio, las universidades siguen recibiendo cientos de miles de estudiantes en carreras saturadas, muchas de ellas desconectadas del mercado laboral. El resultado es una legión de egresados frustrados y subempleados.
La contradicción es evidente: el país necesita 300 mil técnicos al año, pero solo forma 100 mil. La brecha es enorme. Y, sin embargo, seguimos menospreciando la formación técnica, como si fuera una opción de segunda categoría. Instituciones como el SENATI demuestran que, cuando se articula la educación con la industria, los egresados consiguen empleo incluso antes de graduarse. Mientras tanto, miles de jóvenes con licenciaturas colgadas en la sala familiar siguen esperando una oportunidad que no llega.
Este rezago es aún más preocupante en el contexto actual. La cuarta revolución industrial ya está en marcha: inteligencia artificial, Big Data, automatización y programación están cambiando el mundo a una velocidad acelerada. Y el Perú, si quiere ser más que un simple exportador de materias primas, necesita formar capital humano capaz de participar activamente en ese nuevo orden productivo. No basta con incluir: hay que preparar.
Es común escuchar que el Perú \"llegó tarde\" a la industrialización. Es cierto, pero no podemos llegar también tarde a la revolución digital. Aún estamos a tiempo de formar decenas de miles de jóvenes en habilidades tecnológicas, ciencias aplicadas y gestión de datos. Si lo hacemos, atraeremos inversión, diversificaremos la economía y dejaremos de ser un país cuyo talento termina emigrando o desperdiciándose.
Por eso, la democratización educativa no debe reducirse para facilitar el ingreso universitario. Debe comenzar en la primera infancia, fortalecerse en la escuela, diversificarse en la adolescencia y consolidarse con opciones técnicas y profesionales alineadas con el desarrollo nacional. La igualdad real no es que todos entren a la universidad, sino que todos —desde donde estén— tengan una oportunidad real de construir una vida digna.
No hay soluciones mágicas, pero sí hay decisiones inteligentes. Si el presupuesto es limitado, invirtamos primero donde más impacto tendrá: en los más vulnerables y en los más talentosos. Porque solo así, cuando los mejores cerebros del país puedan desplegar todo su potencial desde dentro, no desde fuera, tendremos un sistema educativo que no solo sea inclusivo, sino también transformador.