La Herejía del Silencio

Publicado el 25/08/2025

El Perú está siendo despojado de su alma. No por decreto divino, sino por estrategia fría, diseñada en escritorios lejanos. El último censo nacional, esa herramienta que debería reflejar la verdad viva del pueblo, ha sido mutilado con precisión quirúrgica: se eliminó la pregunta sobre la religión. Nos convirtieron en estadísticas sin espíritu, en números sin raíces, en consumidores sin historia. Y el crimen no se detiene ahí: lo peor es el silencio cómplice de quienes tenían el deber de defendernos.

La Iglesia Católica peruana, como institución, se pudre en su silencio. Publica comunicados caviares para blindar a sus operadores infectos, pero calla cuando la Patria sangra. Y el silencio, aquí, es traición. “Al que me niegue delante de los hombres, yo también lo negaré delante de mi Padre” (Mt 10,33).

Los obispos niegan al Espíritu Santo con su cobardía. Han cambiado la cruz por el cálculo político y el Evangelio por PDFs tibios. Se extraña a Monseñor Prevost, hoy Papa León XIV, a Landázuri y a los sacerdotes y monjas que defendían al pueblo sin miedo.

Hoy, la Conferencia Episcopal es parte del sistema que oprime. No son pastores: son gestores de intereses. “Si el justo se aparta de su justicia y comete maldad, de su pecado morirá” (Ez 18,24).

Eliminar la pregunta religiosa del censo no es un acto administrativo: es una operación de amputación cultural. El Perú no se entiende sin su religiosidad. No se entiende sin sus cruces ni sus procesiones, sin sus devociones ni sus peregrinaciones, sin sus fiestas patronales que son también resistencia, sin la Virgen de la Puerta ni el Señor de los Milagros, sin el Qoyllur Rit’i ni la Cruz de Motupe. Pretender borrar eso es desterrar el alma y, por tanto, desintegrar la Patria.

¿Quién elaboró la lista de preguntas? ¿Quién dio la orden de cercenar la fe del mapa estadístico?

¿Quiénes, desde oficinas en Bruselas, Washington o Davos, dictan lo que el Perú debe creer, callar y olvidar?

No es casualidad. Hay agendas globales que buscan licuar las identidades, anular las religiones y uniformar las conciencias. Nos quieren sin pasado, sin símbolos, sin liturgia, sin raíces. Nos quieren esclavos dóciles, desconectados de la tradición y atados al algoritmo.

Pero aquí está la herida más profunda: nuestra propia Iglesia se arrodilla ante este poder. La Arquidiócesis de Lima, intervenida en espíritu y voluntad, calló cuando el pueblo fue asesinado en las calles, calló cuando el sistema financiero saqueó las arcas públicas, calló ante los escándalos de corrupción y ahora calla mientras el censo mutila la religiosidad del pueblo. Callar así es renegar del Espíritu. Callar así es crucificar de nuevo a Cristo.

Los pastores se han convertido en burócratas. Han cambiado el coraje profético por el cálculo diplomático.

Han cambiado la denuncia por el silencio. Han cambiado el Evangelio por el miedo.

Y sin embargo, el Espíritu no calla. La historia nunca ha sido movida por jerarquías tibias. Cuando los sumos sacerdotes sellaron la tumba de Cristo, fue la piedra la que gritó. Hoy, cuando las arquidiócesis callan, serán las comunidades, los laicos, las parroquias vivas, los hijos del pueblo quienes defenderán la fe que la jerarquía avergonzada renuncia a proclamar.

Y no todo está perdido. El Santo Padre León XIV, heredero de Pedro, no callará. Lo sabemos. No callará frente a quienes pretenden disolver la identidad de los pueblos. No callará frente a quienes amputan las raíces culturales del Perú. No callará frente a quienes creen que la fe puede ser reducida a estadística irrelevante. Él sabe —y lo gritará— que el Perú no se entiende sin su religiosidad, porque la peruanidad está tejida de espiritualidad.

La Iglesia del Perú está frente a su hora decisiva. O defiende al pueblo, o traiciona al Espíritu. Y en esa batalla no hay neutralidad posible. Porque Jesús no fue neutral. Fue dinamita contra los poderes de su tiempo. Fue látigo en el templo, no tapete en la antesala de los fariseos.

“No he venido a traer paz, sino espada” (Mt 10,34). Hoy esa espada no es de hierro: es de palabra, de testimonio, de dignidad.

Si los pastores callan, el pueblo hablará. Si las arquidiócesis se arrastran, las piedras gritarán. Si la jerarquía traiciona, Dios levantará profetas en el desierto. Porque la identidad de un pueblo no se negocia, y menos aún se extingue con un formulario.

El Perú resiste. La fe resiste. Y cuando el Espíritu sople —porque soplará—, no habrá poder, agenda ni censura que pueda detenerlo.