Jonás

Publicado el 30/09/2025

Jonás es el profeta que nunca quiso ser profeta. No le importaba Nínive, no le importaba la multitud que agonizaba en su corrupción, no le importaba la posibilidad de conversión de los otros. A él solo le importaba su pequeño círculo, su propio prestigio y la comodidad de su nacionalismo religioso. Era profeta de nombre, pero no de corazón. Y sin embargo, Dios lo arrastró, casi a la fuerza, para demostrar que su misericordia no tiene fronteras, que su salvación no está limitada a un grupo étnico ni a un club de privilegiados.

Ese mismo drama se repite hoy en la política peruana. Casi todos los partidos, casi todos los candidatos que ya empiezan a agitar sus discursos para las elecciones del 2026, son Jonases modernos. Hablan de patria, se llenan la boca con grandes promesas, invocan la palabra “Perú” con una solemnidad teatral… pero en el fondo, su Nínive no es el pueblo. En el fondo, lo único que les importa es Israel: es decir, el pequeño grupo de poder, la élite económica, los intereses de sus financistas, sus propios beneficios personales.

Jonás anunció con dureza la destrucción de Nínive. No lo hizo con lágrimas, sino con ira contenida: quería que cayera fuego del cielo para que su prestigio profético quedara intacto. Eso mismo hacen los políticos que hoy nos advierten: “si no me eliges, el Perú se hunde; si no confías en mí, vendrá el caos; si no votas por mí, prepárate para el apocalipsis”. Son vendedores de miedo, traficantes de terror, manipuladores profesionales.

La ironía es que Jonás se enojó cuando la ciudad se salvó. Se enojó porque Dios fue más grande que sus cálculos, porque la misericordia divina no encajaba en sus límites mezquinos. Así también, nuestros partidos se indignan cuando el pueblo los desborda, cuando la multitud no obedece a su libreto, cuando la protesta callejera demuestra que la verdadera fuerza está abajo, no arriba.

La lección es clara: el Dios de Jesucristo no es un dios tribal ni corporativo. Es el Dios de la historia, el Dios de la carne que se hizo universal en la Encarnación. No vino para un grupo, vino para todos. Y esa universalidad desmonta de raíz la lógica de los partidos que solo representan a sus clanes, de los candidatos que solo obedecen a sus padrinos económicos.

Por eso Jonás sigue siendo un espejo incómodo: su egoísmo, su soberbia, su enojo, su incapacidad de alegrarse por la salvación de los demás es el retrato de nuestra clase política. Y a la vez, es un llamado al discernimiento. No basta escuchar las promesas: hay que preguntar con crudeza ¿a qué grupo de poder representas? ¿A quién sirves? ¿Quién gana con tu victoria?

Nínive se salvó a pesar de Jonás. El Perú también se salvará, pero no gracias a sus Jonases modernos, sino gracias a un pueblo que se atreva a escuchar al Dios que no tiene fronteras. Porque la verdadera salvación no está en el miedo ni en la amenaza electoral, sino en el Dios que se hizo carne para todos, y que nos convoca a una universalidad que trasciende intereses, clanes y partidos.

El futuro es hoy, nos lo quieren volver a robar y no lo vamos a permitir.