El costo de la ilusión: Lenin, el aventurerismo y la violencia en las marchas en el Perú
Publicado el 26/10/2025
El debate sobre la violencia en las protestas contemporáneas en Perú, protagonizadas cada vez más por jóvenes de la Generación Z, choca inevitablemente con el discurso político que busca criminalizar o, en el contexto peruano, «terruquear» a los manifestantes.
Las marchas de octubre de 2025, al igual que aquellas que las precedieron desde la crisis política que exigía la caída de Dina Boluarte, han mostrado un patrón inquietante: consignas inicialmente claras como la caída del gobierno por las más de 50 muertes, la derogatoria de la reforma de las AFP o la exigencia de seguridad ciudadana han ido diluyéndose o siendo desplazadas por una confrontación cada vez más directa con el aparato represivo del Estado. Paralelamente, desde hace ya varios años, está tomando más fuerza la demanda de una Asamblea Constituyente, señalando una búsqueda de transformación estructural que, sin embargo, carece de un proyecto político definido respecto al Estado y su construcción alternativa. El pedido aún es gaseoso y su comprensión confusa para la mayoría del pueblo trabajador.
Para la izquierda que se guía por el pensamiento marxista-leninista, la crítica a estas acciones no debe ser policial ni ideológicamente oportunista, sino estratégica. No se trata de sumarse al coro de la derecha que grita «terrorismo» ante cada piedra lanzada, pero tampoco de romantizar una violencia espontánea que, por más genuina que sea en su origen, conduce al aislamiento político y al fracaso táctico. Es aquí donde la crítica de Vladímir Ilich Lenin al aventurerismo revolucionario se vuelve crucial, no para condenar a los jóvenes, sino para diagnosticar un profundo error táctico y estratégico que puede costar décadas de trabajo político.
EL ENGAÑO DEL GESTO HEROICO
Lenin acuñó el término aventurerismo revolucionario principalmente para atacar al Partido Social-Revolucionario, a quienes criticaba por adoptar el terrorismo individual como método principal de lucha contra el zarismo. Para Lenin, el terrorismo no era solo un error moral, sino un error estratégico funesto.
En su artículo «Aventurerismo Revolucionario», Lenin expuso el engaño de esta táctica con una claridad demoledora: «Las hazañas, en cuanto se trata simplemente de las hazañas a lo Balmashov, sólo provocan el efecto inmediato de una sensación fugaz, e indirectamente conducen a la apatía, a una actitud pasiva de espera de la nueva hazaña.»
El terrorismo, argumentaba Lenin, sustituye la acción de las masas por la acción heroica de unos pocos. Aísla a los revolucionarios, les enseña a depender de la audacia individual y, lo más grave, enseña a las masas a ser meras espectadoras, esperando que un puñado de jóvenes valientes haga la revolución por ellos. El aventurerismo es, por tanto, una forma de elitismo revolucionario disfrazado de radicalidad.
Cuando aplicamos esta lógica leninista a los jóvenes que lanzan piedras, pirotecnia o cócteles molotov en las marchas de Lima, debemos hacer una diferencia fundamental para evitar el terruqueo o la simplificación malintencionada.
Los jóvenes que actúan con violencia, ya no espontánea sino premeditada y preparada, no para la autodefensa sino para el choque, en estas marchas no son, en su inmensa mayoría (de hecho, no hay evidencia de ello en absoluto), militantes de una organización terrorista que planifica magnicidios o acciones sistemáticas contra la población civil.
Sus acciones son una manifestación cruda y visceral de indignación popular, rabia espontánea y resistencia al abuso policial. Son el grito desesperado de una generación que ha crecido viendo cómo el sistema político peruano se pudre sin ofrecerles perspectiva alguna de futuro digno.
Sin embargo, estas acciones sí encajan en la crítica leninista del espontaneísmo y del aventurerismo táctico. Lenin, especialmente en «¿Qué hacer?», demostró que la rabia espontánea de las masas nunca se eleva por sí misma a la conciencia socialista. La violencia callejera, si bien legítima como reflejo de la opresión, es una forma de lucha primitiva, no planificada y tácticamente estéril.
El aventurerismo de la juventud violenta consiste precisamente en la ilusión de que su coraje físico puede transferir fuerza o despertar la conciencia del resto del pueblo. En la práctica, esto a menudo solo consigue darle a la policía y a los medios de comunicación un pretexto para criminalizar la protesta en su conjunto, aislando a la izquierda ultrista de los sectores populares y amplios que buscan protestar pacíficamente o que simplemente exigen reformas concretas como la seguridad ciudadana o la reforma de las AFP y no buscan confrontación directa con la policía.
El lanzar una piedra es un acto individual o grupal que sustituye el arduo, lento pero indispensable trabajo de organización, politización y formación de cuadros entre el proletariado y las capas populares. Como dijo Lenin, la gran batalla no se gana con actos individuales, sino con la unidad y la disciplina de clase.
El problema es el costo de la ilusión: se gasta una energía valiosa en una confrontación táctica sin salida, mientras que se descuida la tarea estratégica de construir la herramienta política (un partido de vanguardia) capaz de dirigir una transformación profunda del estado de cosas (una revolución). Una molotov no derroca al Estado, pero sí puede quemar puentes con sectores amplios del pueblo que podrían sumarse a un proyecto político coherente.
LA INDEFINICIÓN POLÍTICA COMO TALÓN DE AQUILES
Lo que vuelve más preocupante este aventurerismo es su indefinición política fundamental. La Generación Z que marcha en Lima ha logrado articular demandas importantes: seguridad ciudadana, la reforma de las AFP, la Asamblea Constituyente. Pero estas consignas flotan en un vacío estratégico. No existe un proyecto político definido respecto al Estado, no hay una propuesta clara sobre qué tipo de poder popular se construiría, qué relación tendría con las instituciones existentes, cómo se articularía el proceso constituyente con la construcción de poder desde abajo.
Esta izquierda, ultrista en su táctica pero indefinida en su estrategia, corre el riesgo de convertirse en un espectáculo de resistencia que el sistema puede absorber o reprimir según convenga, sin que logre construir una alternativa real de poder. El aventurerismo no es solo una táctica equivocada, es el síntoma de una ausencia: la ausencia de una organización política que pueda dar coherencia y dirección al movimiento espontáneo de las masas. Sin esa organización, la rabia legítima se disipa en gestos heroicos que no acumulan fuerza política real.
EL IMPERATIVO DE LA ORGANIZACIÓN
La crítica leninista, lejos de ser un terruqueo o una condena moralizante, es una exigencia de eficacia revolucionaria. El aventurerismo es la vía más rápida al aislamiento y la derrota. La superación de la violencia estéril de la minoría pasa por el retorno a los fundamentos del leninismo. Como escribió Lenin en «¿Qué hacer?»: «Sin teoría revolucionaria no puede haber tampoco movimiento revolucionario.»
El deber de los revolucionarios no es sumarse a cada acto de violencia espontánea ni tampoco condenarlo desde una superioridad moral abstracta, sino introducir la teoría y la organización en el movimiento. Esto se traduce en construir un partido de vanguardia capaz de fusionarse con el proletariado y otras capas oprimidas, infundiendo disciplina y estrategia. Significa utilizar cada marcha, cada huelga, cada atropello policial para elevar la conciencia, movilizando a las masas en función de objetivos políticos claros y alcanzables, y no solo en función de la confrontación física.
La propaganda y la agitación constantes deben servir para conectar las demandas inmediatas con un proyecto de transformación estructural. Cuando se exige seguridad ciudadana, hay que mostrar cómo la inseguridad es producto de un sistema que condena a millones a la informalidad y la exclusión. Cuando se demanda la caída de un gobierno corrupto, hay que explicar que la corrupción no es un accidente sino una característica estructural del capitalismo periférico peruano. Cuando se levanta la consigna de Asamblea Constituyente, hay que dar contenido concreto a esa demanda: quiénes la convocarían, cómo se garantizaría la participación popular real, qué poder tendría frente al Estado existente, qué tipo de Estado surgiría de ella.
El objetivo no es el caos táctico, sino la victoria estratégica. Y para Lenin, la vía para esa victoria siempre fue la organización consciente de la mayoría, nunca el heroísmo aislado de unos pocos. Los jóvenes de la Generación Z que hoy enfrentan con valentía al aparato represivo del Estado merecen algo mejor que el aislamiento y la derrota que inevitablemente trae el aventurerismo.
Merecen una organización política que esté a la altura de su coraje, una estrategia que pueda convertir su indignación en poder popular efectivo, una teoría que ilumine el camino hacia una transformación real de la sociedad peruana. Sin eso, su sacrificio será en vano, y la ilusión del gesto heroico dejará paso, como advirtió Lenin, a la apatía y a la espera pasiva de la próxima hazaña que nunca llegará a cambiar nada fundamental.