Las calles del Perú arden, los silenciados gritan y el tiempo del viejo orden parece llegar a su fin. Los problemas del Perú o mejor dicho el gran problema parece revelarse más claro que nunca, y aunque Dina Boluarte y la comparsa de infames seres que la acompañan y respaldan no quieran escucharlo ni resolverlo, la convulsión social —cual movimiento telúrico— emerge desde las bases de los Andes y reclama cambios profundos, en medio del golpe parlamentario hoy evidente (golpe o dictadura perpetua de la que nunca salimos). Reclama también una nueva constitución, no como un pacto abstracto sino como una forma de deconstruir los cimientos sociales y económicos del país. Así, este nuevo periodo de crisis es la elevación de una conciencia colectiva, el paso de pedidos netamente coyunturales a pedidos políticos profundos. Es el clamor de los que han vivido en el silencio y el olvido, y que ahora intentan nuevamente emanciparse.
El problema del Perú es que es una república que nació en coma. Aquello que debió de fundarse en la totalidad de la sociedad, se fundó en un pequeño grupo social, en una clase que, acostumbrada a sus privilegios, creó una «república» de algunos, una malformada copia de los valores franceses que se originaron tras una revolución burguesa. Este problema lo hemos arrastrado década tras década en una especie de guion perpetuo, de tiempo circular, un eterno retorno con diferentes actores, pero con el mismo dilema. Este problema tiene por supuesto un nombre y es, como diría José Carlos Mariátegui, «el problema del indio». Es imposible la creación y supervivencia de una república si no se incluye a todos los sectores de la sociedad en la vida política y económica de una nación, más aún si este sector marginado es mayoritario. Habrá quienes digan que no hay una ley que impida que estos sectores participen en la vida económica y social del país y, para sostener sus argumentos, dirán que dichos sectores pueden votar, comprar cosas si tienen dinero y trabajo, e incluso postular a cargos públicos. Es en este último punto que no falta quien nombre al presidente Pedro Castillo como ejemplo; sin embargo, es precisamente su caso y el golpe parlamentario que le dieron prueba de que, incluso si los sectores olvidados llegan al poder, siempre existirá un grupo interesado en mantener el orden establecido. Por ello, aquellos que desde el centro plantean, como análisis y solución, reformas al sistema y no su cambio total están reduciendo equívocamente el problema de nuestro país a una inclusión meramente legalista, dejando de lado el verdadero dilema. Ante dichos argumentos reduccionistas, José Carlos Mariátegui, en su libro 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, responde de la siguiente manera: «La Independencia fue otro hecho político. Tampoco correspondió a una radical transformación de la estructura económica y social del Perú; pero inauguro, no obstante, otro período de nuestra historia, y si no mejoró prácticamente la condición del indígena, por no haber tocado casi la infraestructura económica colonial, cambió su situación jurídica, y franqueó el camino de su emancipación política y social». Es decir, el problema es uno de corte económico-político, se arrastra desde el origen de la república y no responde a la falta de reformas al sistema o de leyes abstractas. Hoy, fallan iniciativas legalistas (leyes y reformas) que dicen defender o incluir a los pueblos andinos y amazónicos del Perú, pues al no darse una verdadera transformación en las bases económicas del país tampoco es posible una verdadera transformación política y social, de ahí que todas nuestras constituciones hayan fracasado: no ha existido una verdadera república en el Perú, solamente hay un Estado de pocos gobernado por esos mismos pocos, sustentados en una constitución para pocos.
Un país en el que los grandes recursos no le pertenecen a la mayoría de la nación o donde se nos dice que el «capitalismo» representa solo la actividad mercantil y no el paso a la gran industria, es un país atrasado. Irónicamente, es atrasado por culpa de quienes debieron llevar a cabo el desarrollo de un verdadero proyecto de nación. Aquellos que recogieron los frutos de la independencia fueron y siguen siendo los más interesados en que el Perú sea de algunos y no de todos, y estos son y siempre han sido los que, desde su posición e intereses económicos, han usufructuado el derecho a hacer política, creando para ello diferentes agrupaciones a las que han llamado «partidos». Como dijo Manuel González Prada en Horas de lucha: «Nosotros no clasificamos a los individuos en republicanos o monárquicos, radicales o conservadores, anarquistas o autoritarios, sino en electores de un aspirante a la Presidencia. Al agruparnos formamos partidos que degeneran en clubs eleccionarios, o mejor dicho, establecemos clubs eleccionarios que se arrogan el nombre de partidos». Y todo esto se realiza con la evidente intención de impedir el desarrollo de las clases trabajadoras y campesinas, de mantener al país en un capitalismo mercantilista dependiente, pues es solo esta actividad mercantil la que conoce nuestra paupérrima clase dominante. Ya lo señalaba el Amauta en sus 7 ensayos: «no existe en el Perú, como no ha existido nunca, una burguesía progresista, con sentido nacional, que se profese liberal y democrática y que inspire su política en los postulados de su doctrina».
Ante esto, ¿qué hay que hacer? ¿Cómo terminamos con el mal que abate a nuestro país? La respuesta nos la da una vez más el padre del anarquismo peruano en su libro Horas de lucha: «Aquí, donde rigen instituciones malas o maleadas, donde los culpables forman no solamente alianzas transitorias sino dinastías seculares, se debe emprender la faena del hacha en el bosque». En otras palabras, es momento de cortarlo todo, de arrancar desde sus cimientos el mal que nos carcome, es momento de tomar desde la sociedad en general las riendas de nuestro país, de construir un verdadero proyecto nacional a través del cambio de la constitución. En este punto les pido que no se dejen engañar, la constitución constituye —como ya he dicho en anteriores escritos— los cimientos del Estado, cambiarla no es como cambiar la ventana de una casa, es derribar la casa para volverla a construir, es formatear la sociedad, es reiniciar el juego. Aquí probablemente me dirá alguien: «Un documento no cambiará al país de la noche a la mañana». Por supuesto, esto no dará a luz a un Perú mejor de un día para el otro, no despertaremos en el edén luego de redactada una nueva carta magna, eso hay que tenerlo claro; pero sí daremos el primer gran paso desde la independencia, corregiremos un error histórico, porque esta vez la constitución nacerá de todos, será la voluntad máxima del real soberano, esto es, del pueblo en su totalidad. En resumen, será un verdadero pacto social. Por eso, debemos rechazar consignas como el «Que se vayan todos», pues no es más que un cambio de personas, una renovación en los avatares políticos y no una transformación de los cimientos. En palabras de González Prada: «No estamos en condiciones de satisfacernos con el derrumbamiento de un mandatario, con la renovación de las Cámaras, con la destitución de unos cuantos jueces ni con el cambio total de funcionarios subalternos y pasivos». Esto puede parecer sencillo; sin embargo, no nos dice cómo cambiar esos cimientos, no nos da una receta para conseguirlo y es que no existe solo una. Si me preguntan, la respuesta es clara: mantener la lucha, la revuelta, no ser indiferentes. Las marchas son parte de ese primer paso para conseguir el cambio. Y esto seguro nos costará mucho terruqueo por parte de la gran prensa, intervenciones canallas como la que suscito en la Decana de América (la cual terminó con el encarcelamiento de valerosos estudiantes y ciudadanos venidos del sur del país) y más muertos innecesarios.
Evidentemente, esto duele, incluso aterra, pero rendirse no es una opción, y sí, yo sé que es difícil y es que, como diría Vallejo: «Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido / se empozara en el alma… Yo no sé!».
Lo que sí sé es que hoy la dictadura se ha hecho más evidente, pero también se hace más evidente nuestra voluntad de cambio, voluntad a la que jamás debemos abdicar aunque se levanten infamias contra nosotros, aunque nos amenacen con armas o nos califiquen despectivamente de diferentes formas (violentistas, vándalos, terroristas). Vale recordar que, para la monarquía, los liberales insurrectos y sus acciones eran también vandalismo, violentismo y terrorismo, pues para el régimen que cae siempre serán crímenes las acciones emprendidas por una clase que busca su liberación. Por tal motivo, ante la persecución y la difamación no hay que ceder. Podrán incluso matarnos, pero jamás podrán realmente negar nuestra esencia como animales políticos. Esa es nuestra naturaleza y por ello también es nuestro deber el transformar el país, el salvarlo de su eterno mal, por eso es crucial encaminarnos a la refundación del Perú.